Pero, qué dices…No es un invento, claro que sí, claro que estuvo, que existió, que durante dos o tres horas yo estuve allí bailando, te lo puedo asegurar. Aquí lo tengo guardado como un tesoro: recuerdo fetiche, un círculo redondo perfecto y sin continuación. Era febrero, hacía frío, yo arrastraba un resfriado de días, me dolía la garganta, me dolía el cuerpo de la impaciencia por no poder salir, el tiempo se quedaba en su sitio y yo desesperaba en casa en chándal, con el pelo sucio y la piel gris de enferma. Esa noche aún sentía la cabeza embotada pero era el cumpleaños de Martina y no me lo quería perder. Así que salí de la modorra, me duché y cambié de ropa. Esa sensación tan rica de pelo esponjoso y algodón limpio contra la piel. Y me reencontré al final, fuera del uniforme de convaleciente, frente al espejo, me pinté los ojos bien negros y la boca bien roja y encima me puse el abrigo grueso de lana, cogí una bici, llegué al bar de Alessandra un poco tarde, para que ya estuviera todo el mundo allí.
Y allí andaban, tranquilos todavía, cervezas en mano, amigos y conocidos en el pequeño local. Avisé de que me dolía la garganta, me dieron un vino, Martina luego clamó que debía tomar sol y sombra, coñac y anís; sacaron focaccias y jamón y quesos, subía el volumen de la conversación y el calor empañaba los vidrios. La música sonó más fuerte aún y Sibila se subió a la barra, ya borracha. Yo también, con mi copa de coñac, bailé sobre el invierno.
Cerramos al fin el local de Alessandra, no fuera a venir la Urbana y caminamos por las calles del Gótico. Alguién sabía de ese bar, Bar Nicolás o algo así, un bar manolo de toda la vida con otro nombre de pila y una clientela canalla y mezclada en un encuentro improbable.
Por eso te digo que sí que existió, que estuvimos en esta esquina apurando las bebidas que traíamos de donde Alessandra, los últimos cigarrillos. Luego el lugar, unos azulejos setentones tras la barra, mucha gente en la entrada y la música libre y espiral de la improvisación al fondo. Había varios tipos tocando sentados en medio del bar, y allí entre los músicos, estaba él, mi profesor de inglés de la academia cuando era un niña, Henry, el flemático profesor indio, qué sorpresa, con su barba cana. Henry que nunca perdía la compostura y parecía deslizarse por los pasillos y tener el turbante de sij colgado tras la puerta. Pues resulta que Henry también tocaba el bajo y allí estaba, fue un momento incongruente y surrealista cuando él me reconoció y dijo “ here goes a song to an old student” , saludándome con la cabeza, siempre tan elegante y flemático, o tan espiritual y desapegado, quién sabe. Me hizo muchísima ilusión, como si me hubiera puesto una A por la última redacción, y bailé enmedio del pasillo que quedaba entre los músicos, y que era la única pista de baile disponible. Bailé mucho, sin parar, más tarde vi a un chico que me gustó, menudo, bailaba muy bien, y me acerqué y seguimos el ritmo juntos, me avisaron de que teníamos que irnos ¿tan pronto? Llevamos aquí dos horas, me dijo impaciente Sibila, así que me despedí, le planté un beso al bailarín que resultó ser argentino y locutor de radio, o cámara, o algo así, nos dimos los teléfonos, tenía un nombre como de conde castellano, algo como Fermín o Sebastián, nos besamos por última vez en medio del brillo del momento eufórico de esa noche singular.
Al salir, yo reía, bailaba en medio de la calzada, feliz. Llegó de pronto una motocicleta, pasó a mi lado, un tirón, se llevó mi bolso, corrieron mis amigos tras la moto entre las calles intrincadas del barrio, hasta eso, en cierta manera, tuvo su gracia. Lo que me dio más pena fue perder el teléfono de Fermín, porque me hubiera gustado bailar mucho más tiempo con él.
Pero lo acepté. Ni un bar ni una noche así podían durar mucho. Por eso ya está cerrado. Eso sí, te lo aseguro, ese bar, estuvo allí, definitivamente.