Le dijo la fotógrafa
desde su puesto de vigía,
y el hombre que erguía su figura
al otro lado de la lente
se dijo que, al contrario,
jamás le mostraría
su rostro verdadero.
Un gesto, en todo caso,
que él solo se imagina, pues nunca
tomaron su retrato, de repente,
como si no estuviera, por ejemplo
sentado en el lavabo,
cortándose las uñas,
esa cara sin fin y sin propósito
como de tonto, cuando espera en la consulta
del dentista, o se agarra en el metro
entre otras caras B de hastío
que nunca saldrán en los retratos
con sus mejillas descolgadas y su resignación.
Contrario, por tanto, a la orden recibida
buscó su mejor cara distraída
cómo ese maquillaje
volcado en los poros abiertos de la vida
que difumina lo abrupto de las pieles.
Y el hombre, por supuesto,
salió favorecido.