Mi optimismo es mínimo,
tan pequeño
que no llega ni al descanso del café.
Luego, en la tarde,
deja de ser hasta recuerdo.
Mas al principio del día,
cuando el comienzo tiene más sentido
-pues aunque inicio pudiera ser siempre-
lo es más éste,
de los cielos a medias,
del final de las bombillas,
de los primeros todos:
las palabras rugosas y
el asfalto, brillante .
Al principio del día
una es capaz de cualquier cosa,
cantar la nota aguda
que rompe los cristales
de todas las ventanas,
sobrevolar los tejados;
hasta llamar por teléfono
y decir cosas como:
quiero volver a verte
o , gritar:
te odio, no te soporto
susurrar:
me muero de ganas
todo eso en diez minutos
locos, desaforados,
potencia de mil vidas.
Tan poderoso como breve es
este optimismo,
que a eso de las doce,
se diluye
en el café con leche
y sus propósitos se esconden
tras el enésimo correo.
Más tarde,
cuando por la acera
las horas se arrastran
y devuelven la luz
en una postal
mil veces vista
no queda de él nada,
ni recuerdo, ni promesa.