El pasado verano estuve de viaje en una isla griega con una amiga. Pasamos horas y horas en la playa. Yo venía del ritmo frenético de la ciudad, el metro, el trabajo, y de pronto tenía un montón de tiempo por delante, sin nada qué hacer. Estrictamente eso, sólo estar y no producir, que para eso son las vacaciones. En ese viaje me dio por leer Fortunata y Jacinta, de Galdós. Mientras Benito se demoraba en describir el Madrid castizo, casi calle a calle, y las ideas y venidas de unos personajes fascinantes, yo me bañaba, dormitaba, leía otro poquito. Era, un poco, como entrar en trance, y me procuró el placer real de la literatura, no ese escapismo de llenar espacios de desplazamiento o de necesidad antes de dormir, un hábito de lectora que no puedo evitar pero que a menudo se desdibuja en apenas unas páginas al acechar el sueño. En este caso, la lectura ocupaba un espacio relevante en el tiempo, necesario, constante, si quería acabar un tocho de cerca de mil páginas en esos días libres.
Me acordé de mi experiencia galdosiana cuando empezó el confinamiento. Pensé que este era un bueno momento para leer algo largo, un nuevo tocho. Tenía anotada como recomendable a Donna Tartt, y su novela The secret History, con más de 600 páginas, parecía una buena elección. Ahora, al escribir esta entrada, descubro en Wikipedia que la autora contó con un adelanto de un buen pellizco económico de su editorial y que tardó ocho años en escribir la obra. Quizás por ello se sintiera obligada explayarse sobre el paisaje de Vermont en invierno, y a dar vueltas sobre si misma a una trama que, aunque al inicio pareciera dibujar posibilidades interesantes, no me pareció mucho más que una nueva historia de estudiantes engreídos. El libro acabó siendo mi enemigo, una sensación muy irritante, cuando lo que tienes entre manos no es un bodrio total, pero sí algo que no te convence y que acabas intentando acabar por algun tipo de amor propio.
Me di permiso para quedarme a la mitad y me encontraba, de nuevo, sin libro de cabecera. Necesitaba de verdad algo auténtico, tras varios intentos frustados de obras que no me decían nada. Necesitaba la emoción de la buena literatura. Y ayer, buscando en E-biblio — maravillosas bibliotecas, siempre al rescate — me reencontré con Karl Ove Knausgård.
Leí La muerte del padre, primer tomo de la colección autobiográfica del escritor noruego, en un viaje que hice hace siete años. Recuerdo quedarme enganchada en el largo trayecto en avión. Justo estrenaba mi libro electrónico y subrayé mucho —es una de las pocas cosas buenas de los libros electrónicos, que creas un relato propio de referencias de todas tus lecturas—. Me fascinó la voz del narrador, el estilo directo y simple, sus disquisiciones sobre el oficio y proceso de escribir, su ausencia de complacencia con su propio personaje, la valentía de mostrar el límite inevitable del lenguaje, de las relaciones familiares y sociales. Recordé también que, al leerlo, tuve esa sensación de tranquilo y continuo disfrute que se parecía mucho a lo que sentí en mi reciente verano mediterráneo.
Aunque La muerte del padre tiene unas cuatrocientas páginas —lo que no calificaría como tocho —Karl Ove Knausgård prosiguió este recorrido autobiográfico y descarnado hasta un total de seis tomos, compilación que para más ironía tituló Mi lucha, con la consabida provocación por similitudes obvias.
En fin, ahí estaba, me había olvidado de él hasta ahora, y de pronto apareció, al rescate, y viendo la portada de Un hombre enamorado , la segunda entrega de la colección, lista para ser descargada en mi libro, y la lista pendiente de los cuatro libros restantes, me llené de una gran alegría, una mezcla de seguridad y de anticipación, como cuando haces la compra y sabes que te esperan en la nevera tu vino y golosinas preferidas. Me sentí afortunada por contar aún con estos hallazgos. Y me lo digo ahora, para cuando el tiempo vuelva a la vorágine y los planes y los trayectos, para no olvidar el ancla de de la literatura en un balcón, con el sol en la espalda.

Reading woman on a couch. Isaac Israels (1865-1934)